viernes, 7 de agosto de 2015

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Despertó. Despertó como cada mañana, una hora antes que su despertador. Siempre se preguntaba lo mismo: “¿para qué lo tengo?”. Aprovechó esa hora para pensar, dar vueltas a las mismas dudas con las que se había dormido. Era de día, pero… ¿qué más daba eso? Seguía con los mismos pensamientos de cada noche. Esos que invadían su mente de problemas sin solución, de mil posibles soluciones que iban y venían, de miedos. Pero era hora de levantarse. Tomarse ese café con leche y espuma e intentar comer algo. Se echó algo de agua en la cara y se miró al espejo. Tuvo que pelearse con el peine para domar esos rebeldes remolinos de su pelo. Abrió el armario y cogió lo primero que vio. Tenía demasiadas preocupaciones como para ponerse a pensar qué colores conjuntaban y cuáles no. Eran las nueve. Dejó la cama sin hacer, cogió sus inseparables gafas de sol y sus auriculares. Llevaba meses teniendo problemas con ellos, pero siempre intentaba que funcionaran y lo lograba cada mañana. Salió de casa y bajó las escaleras mientras buscaba la canción con la que empezaba sus días desde hacía meses. Esa canción que evocaba tantísimos recuerdos y tantísimas caras de personas a las que quería. Sin ganas, caminó hacia el metro. Llegó y bajó las escaleras mientras luchaba contra aquella bocanada de aire que siempre salía. Se introdujo así en aquel mundo subterráneo, en aquel laberinto en el que miles de vidas se cruzaban, en aquel lugar en el que la monotonía que tanto odiaba, volvía hacer acto de presencia. Comenzaba un día nuevo. Un día como el de ayer. Un día como los anteriores. Un día de rutina. Un día más. 

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