Despertó.
Despertó como cada mañana, una hora antes que su despertador. Siempre se
preguntaba lo mismo: “¿para qué lo tengo?”. Aprovechó esa hora para pensar, dar
vueltas a las mismas dudas con las que se había dormido. Era de día, pero… ¿qué
más daba eso? Seguía con los mismos pensamientos de cada noche. Esos que
invadían su mente de problemas sin solución, de mil posibles soluciones que
iban y venían, de miedos. Pero era hora de levantarse. Tomarse ese café con
leche y espuma e intentar comer algo. Se echó algo de agua en la cara y se miró
al espejo. Tuvo que pelearse con el peine para domar esos rebeldes remolinos de
su pelo. Abrió el armario y cogió lo primero que vio. Tenía demasiadas
preocupaciones como para ponerse a pensar qué colores conjuntaban y cuáles no. Eran
las nueve. Dejó la cama sin hacer, cogió sus inseparables gafas de sol y sus
auriculares. Llevaba meses teniendo problemas con ellos, pero siempre intentaba
que funcionaran y lo lograba cada mañana. Salió de casa y bajó las escaleras
mientras buscaba la canción con la que empezaba sus días desde hacía meses. Esa
canción que evocaba tantísimos recuerdos y tantísimas caras de personas a las
que quería. Sin ganas, caminó hacia el metro. Llegó y bajó las escaleras
mientras luchaba contra aquella bocanada de aire que siempre salía. Se
introdujo así en aquel mundo subterráneo, en aquel laberinto en el que miles de
vidas se cruzaban, en aquel lugar en el que la monotonía que tanto odiaba,
volvía hacer acto de presencia. Comenzaba un día nuevo. Un día como el de ayer.
Un día como los anteriores. Un día de rutina. Un día más.
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