Llegamos al éxtasis con una facilidad y una rapidez pasmosas. Nos despojamos de todo, no solo de lo físico, sino también de pudores y miedos. Como si se tratara de esos vídeos que en un minuto muestran el nacimiento de una flor, unimos nuestros cuerpos buscando un placer conjunto y a la vez individual, haciendo florecer una pasión sin límites. Encajamos como la última pieza que acaba un puzzle, otorgando una sonrisa plagada de placer a su protagonista. Nos sentimos dueños de nosotros mismos y de la persona que teníamos enfrente. Era nuestro reino y nosotros éramos los reyes. Se trataba de un lugar lleno de calor, pasión y desenfreno, en el que nuestros labios formaban puentes, nuestros brazos carreteras y nuestros cuerpos ríos que llegaban a un mismo océano. Nos descubrimos geográficamente como si tratásemos de recordarnos para siempre. Memorizamos a escala cada región, cada tacto, cada aroma. Queríamos inmortalizar el momento, hacer que no acabara nunca, convertirnos en una escultura que nos uniera en la eternidad. Hicimos del mundo algo paralelo a nuestra existencia, sin pensar que nuestro verdadero mundo era lo que nosotros estábamos creando y lo que aquel sentimiento, a caballo entre el amor y el deseo, se encargaba de construir con unos cimientos que prometían perpetuar aquel instante en el que tú eras yo y en el que yo era tú.
miércoles, 13 de enero de 2016
jueves, 29 de octubre de 2015
[5]
Tuve que abrir los ojos para comprender que el mundo que
creía ideal no era más que un cúmulo de mentiras. Mentiras que yo mismo había
creído, a sabiendas de lo que eran, y que en muchos casos me obligué a creer
por miedo a que todo lo que me rodeaba se desmoronase. A día de hoy sigo
preguntándome por qué fui tan iluso. Yo, esa persona que siempre había
enarbolado la bandera de la desconfianza como símbolo de triunfo, que por miedo
a sufrir, cerraba las puertas de su corazón a todo aquel que con la inocencia
de un niño intentaba hacerse un hueco en él. Siempre creí que el éxito en la
vida se conseguía siendo frío como el hielo y no dejando florecer sentimientos excesivos
hacia nadie. ¿Para qué quería perder el tiempo dedicando palabras y gestos a
los demás? ¿Qué clase de validez moral y ética tenía eso? Yo pensaba que
ninguna. Creía ser feliz en mi férreo mundo de sonrisas congeladas y gestos
robóticos. Creía que así sería plenamente yo, que si seguía ese camino lograría
todas las metas que me propusiera en la vida. Lo tenía tan claro que un leve
aura de oscuridad me rodeó, mientras que la luz que algunos decían ver en mi
interior seguía intacta, esperando el momento adecuado para estallar. Y ese
momento llegó. Esa luz no pudo contenerse más y, como si fuera una estrella, comencé
a brillar como nunca. Me deshice de todo lo que hasta entonces creía ideal, de todo
aquello que sabía que no eran más que losas innecesarias, losas que yo mismo,
cegado por mi egoísmo, había llevado encima durante años. Me despedí de lo
negativo y de lo oscuro y dejé de lado cualquier oportunidad de recuperarlo.
Podía gritar, podía bailar, podía saltar, podía reír, podía mostrar, por fin,
una sonrisa verdadera. Me liberé de todo… me liberé de mí mismo.
martes, 27 de octubre de 2015
[4]
domingo, 20 de septiembre de 2015
[3]
Tenemos la costumbre de anclarnos en un recuerdo, en ese
algo que algún día nos sacó una sonrisa o nos encendió un corazón aparentemente
apagado y que tanto anhelamos recuperar. Pensamos que con una pizca de esfuerzo
y otra de ganas todo volverá a ser como antes. Creemos que es fácil, que solo
harán falta unos días para recuperarlo. Pero estamos equivocados, y aunque lo
sabemos, hay un algo en nuestro interior que lucha por querer que la realidad
pase a un segundo plano y no nos muestre que las cosas cambian y evolucionan, o
que simplemente somos nosotros los que cambiamos y no sabemos adaptarnos a lo
que teníamos antes. Y es que nos aferramos a un pasado que no hace más que
dañarnos y condicionar a la persona que hoy en día somos. Hay que borrar
cualquier resquicio que nos haga involucionar, romper todas esas cadenas, que
muchas veces nos creamos nosotros mismos, y seguir adelante con todas las
consecuencias que ello conlleve. Serán buenas o malas, eso no lo sabemos, pues
lo que diferencia a un recuerdo de un porvenir es que el primero lo conocemos y
el segundo es meramente algo que llega en algún momento, sin saber cuándo ni
dónde.
Recordar es pasado. Imaginar, futuro. Pero lo que debemos
hacer es vivir, y eso solo se hace en el presente.
domingo, 23 de agosto de 2015
[2]
Hoy no. Hoy no me arrepiento. Hoy
no miro atrás haciendo que mi pasado determine mi presente y, por consiguiente,
mi futuro. Hoy no lloro por mis fracasos, por mis penas, por mis problemas. Hoy
no permito que mis errores se conviertan en losas con las que tenga que cargar
constantemente. Hoy no, hoy sí que no. Porque hoy lo veo todo de una manera
diferente, de la manera que quizás debería haberlo visto hace mucho tiempo pero
que mi corazón idiota se negó a hacer. Hoy sé quién soy. Hoy sé a quiénes
quiero. Hoy sé que estoy tomando el rumbo correcto. Y es que hoy lo tengo todo
más claro que ayer, aunque menos que mañana.
Y es que hoy... hoy, al fin y al cabo, sonrío.
viernes, 7 de agosto de 2015
[1]
Despertó.
Despertó como cada mañana, una hora antes que su despertador. Siempre se
preguntaba lo mismo: “¿para qué lo tengo?”. Aprovechó esa hora para pensar, dar
vueltas a las mismas dudas con las que se había dormido. Era de día, pero… ¿qué
más daba eso? Seguía con los mismos pensamientos de cada noche. Esos que
invadían su mente de problemas sin solución, de mil posibles soluciones que
iban y venían, de miedos. Pero era hora de levantarse. Tomarse ese café con
leche y espuma e intentar comer algo. Se echó algo de agua en la cara y se miró
al espejo. Tuvo que pelearse con el peine para domar esos rebeldes remolinos de
su pelo. Abrió el armario y cogió lo primero que vio. Tenía demasiadas
preocupaciones como para ponerse a pensar qué colores conjuntaban y cuáles no. Eran
las nueve. Dejó la cama sin hacer, cogió sus inseparables gafas de sol y sus
auriculares. Llevaba meses teniendo problemas con ellos, pero siempre intentaba
que funcionaran y lo lograba cada mañana. Salió de casa y bajó las escaleras
mientras buscaba la canción con la que empezaba sus días desde hacía meses. Esa
canción que evocaba tantísimos recuerdos y tantísimas caras de personas a las
que quería. Sin ganas, caminó hacia el metro. Llegó y bajó las escaleras
mientras luchaba contra aquella bocanada de aire que siempre salía. Se
introdujo así en aquel mundo subterráneo, en aquel laberinto en el que miles de
vidas se cruzaban, en aquel lugar en el que la monotonía que tanto odiaba,
volvía hacer acto de presencia. Comenzaba un día nuevo. Un día como el de ayer.
Un día como los anteriores. Un día de rutina. Un día más.
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