miércoles, 13 de enero de 2016

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Llegamos al éxtasis con una facilidad y una rapidez pasmosas. Nos despojamos de todo, no solo de lo físico, sino también de pudores y miedos. Como si se tratara de esos vídeos que en un minuto muestran el nacimiento de una flor, unimos nuestros cuerpos buscando un placer conjunto y a la vez individual, haciendo florecer una pasión sin límites. Encajamos como la última pieza que acaba un puzzle, otorgando una sonrisa plagada de placer a su protagonista. Nos sentimos dueños de nosotros mismos y de la persona que teníamos enfrente. Era nuestro reino y nosotros éramos los reyes. Se trataba de un lugar lleno de calor, pasión y desenfreno, en el que nuestros labios formaban puentes, nuestros brazos carreteras y nuestros cuerpos ríos que llegaban a un mismo océano. Nos descubrimos geográficamente como si tratásemos de recordarnos para siempre. Memorizamos a escala cada región, cada tacto, cada aroma. Queríamos inmortalizar el momento, hacer que no acabara nunca, convertirnos en una escultura que nos uniera en la eternidad. Hicimos del mundo algo paralelo a nuestra existencia, sin pensar que nuestro verdadero mundo era lo que nosotros estábamos creando y lo que aquel sentimiento, a caballo entre el amor y el deseo, se encargaba de construir con unos cimientos que prometían perpetuar aquel instante en el que tú eras yo y en el que yo era tú. 

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