jueves, 29 de octubre de 2015

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Tuve que abrir los ojos para comprender que el mundo que creía ideal no era más que un cúmulo de mentiras. Mentiras que yo mismo había creído, a sabiendas de lo que eran, y que en muchos casos me obligué a creer por miedo a que todo lo que me rodeaba se desmoronase. A día de hoy sigo preguntándome por qué fui tan iluso. Yo, esa persona que siempre había enarbolado la bandera de la desconfianza como símbolo de triunfo, que por miedo a sufrir, cerraba las puertas de su corazón a todo aquel que con la inocencia de un niño intentaba hacerse un hueco en él. Siempre creí que el éxito en la vida se conseguía siendo frío como el hielo y no dejando florecer sentimientos excesivos hacia nadie. ¿Para qué quería perder el tiempo dedicando palabras y gestos a los demás? ¿Qué clase de validez moral y ética tenía eso? Yo pensaba que ninguna. Creía ser feliz en mi férreo mundo de sonrisas congeladas y gestos robóticos. Creía que así sería plenamente yo, que si seguía ese camino lograría todas las metas que me propusiera en la vida. Lo tenía tan claro que un leve aura de oscuridad me rodeó, mientras que la luz que algunos decían ver en mi interior seguía intacta, esperando el momento adecuado para estallar. Y ese momento llegó. Esa luz no pudo contenerse más y, como si fuera una estrella, comencé a brillar como nunca. Me deshice de todo lo que hasta entonces creía ideal, de todo aquello que sabía que no eran más que losas innecesarias, losas que yo mismo, cegado por mi egoísmo, había llevado encima durante años. Me despedí de lo negativo y de lo oscuro y dejé de lado cualquier oportunidad de recuperarlo. Podía gritar, podía bailar, podía saltar, podía reír, podía mostrar, por fin, una sonrisa verdadera. Me liberé de todo… me liberé de mí mismo.

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