Tuve que abrir los ojos para comprender que el mundo que
creía ideal no era más que un cúmulo de mentiras. Mentiras que yo mismo había
creído, a sabiendas de lo que eran, y que en muchos casos me obligué a creer
por miedo a que todo lo que me rodeaba se desmoronase. A día de hoy sigo
preguntándome por qué fui tan iluso. Yo, esa persona que siempre había
enarbolado la bandera de la desconfianza como símbolo de triunfo, que por miedo
a sufrir, cerraba las puertas de su corazón a todo aquel que con la inocencia
de un niño intentaba hacerse un hueco en él. Siempre creí que el éxito en la
vida se conseguía siendo frío como el hielo y no dejando florecer sentimientos excesivos
hacia nadie. ¿Para qué quería perder el tiempo dedicando palabras y gestos a
los demás? ¿Qué clase de validez moral y ética tenía eso? Yo pensaba que
ninguna. Creía ser feliz en mi férreo mundo de sonrisas congeladas y gestos
robóticos. Creía que así sería plenamente yo, que si seguía ese camino lograría
todas las metas que me propusiera en la vida. Lo tenía tan claro que un leve
aura de oscuridad me rodeó, mientras que la luz que algunos decían ver en mi
interior seguía intacta, esperando el momento adecuado para estallar. Y ese
momento llegó. Esa luz no pudo contenerse más y, como si fuera una estrella, comencé
a brillar como nunca. Me deshice de todo lo que hasta entonces creía ideal, de todo
aquello que sabía que no eran más que losas innecesarias, losas que yo mismo,
cegado por mi egoísmo, había llevado encima durante años. Me despedí de lo
negativo y de lo oscuro y dejé de lado cualquier oportunidad de recuperarlo.
Podía gritar, podía bailar, podía saltar, podía reír, podía mostrar, por fin,
una sonrisa verdadera. Me liberé de todo… me liberé de mí mismo.
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